Crítica de la vampírica "Mi corazón no late si no se lo dices"
Por Redacción
Publicado el 09/08/2023
Una desgarradora historia sobre la larga enfermedad, el proceso de culpa y las cadenas que nos acompañan (y acompañarán) toda la vida.
El mito del vampiro es redescubierto de manera cíclica por el cine, la televisión, o la literatura. Desde el primer ataúd abierto del Drácula de Bram Stoker, la figura antropomórfica bebedora de sangre ha tenido derivadas románticas, descarnadas, góticas, adolescentes o incluso cercanas al género zombie -ahí está la genial Stake Land (Jim Mickle, 2010). Dentro de ese listado ahora se debe sumar un nuevo título, uno tan largo que a veces es difícil de recordar: My Heart Can’t Beat Until You Tell It To (Jonathan Cuartas, 2020), película que aborda el mito del chupasangre desde un nuevo punto de vista humanista y depresivo, aquel que afronta la maldición como una enfermedad terminal.
En esta historia conocemos primero a Dwight. Y lo hacemos cuando recoge a un vagabundo de la calle, lo lleva a su casa y, tras un pequeño momento de confusión, lo ataca hasta dejarlo inconsciente. Entra en escena su hermana, Jessie, con la que degüella al pesado homeless hasta volcar toda la sangre de su cuerpo en un barril lleno de óxido. El contenido, descubrimos, es para Thomas, el débil hermano pequeño de la familia con una extraña enfermedad: necesita sangre humana para vivir. Sin decir nunca la palabra con “V” entendemos en seguida cuál es el problema de la familia, de qué está enfermo su miembro más joven y cuál es la carga que llevan encima este trío de humildes hermanos.
De fotografía impresionante y excelente puesta en escena, la ópera prima de Jonathan Cuartas utiliza las reglas del monstruo más internacional para contar una metafórica historia sobre la pérdida, la enfermedad y la espiral a la que ésta avoca a las familias. La amenaza de Thomas jamás es la de un villano, o la de una criatura a la que alimentar para no desatar a la furia. Es, en cambio, un ser débil, amable, al que somos incapaces de odiar. Sus hermanos, esclavizados en un hogar sin -literalmente- luz, son arrastrados por el sentimiento de culpa y, sobretodo, por el amor que sienten por su hermano. Es una visión deprimente y depresiva sobre el mito, una que no esconde las reglas, pero sí las retuerce a su favor para contar, de una manera diferente, una historia bien conocida por todos.
La película, a parte del genial trabajo tras la cámara, se basa en sus tres protagonistas para equilibrar de forma estupenda las cadenas que los atan. Patrick Fugit, al que jamás podremos desvincular de su personaje en Casi Famosos, nos sirve como testigo principal de la trama, la de un hombre que solo puede hablar con prostitutas y que sueña, de manera naive, con llegar a vivir en un sitio -sic- soleado. Contrasta con el personaje más oscuro y realista, el interpretado por Ingrid Sophie Schram, que llegado cierto momento tendrá que tomar las riendas de la situación para poner a salvo a su hermano menor. Owen Campbell, que interpreta al “vampiro” de la historia, usa su propio cuerpo y su mirada profunda para crear este extraño equilibro entre ternura y compasión, especialmente en sus momentos más infantiles (toda su reacción con los niños jugando en la calle, por ejemplo).
De poso desesperante y descorazonador, My Heart Can’t Beat Unless You Tell It To toma prestado su título a una canción de amor para encriptar, a través del fantástico más realista, una desgarradora historia sobre la larga enfermedad, el proceso de culpa y las cadenas que nos acompañan (y acompañarán) toda la vida. Una pequeña (pero no humilde) magnífica cinta que, a través de su intensa mirada, nos recuerda aquello de que el cine de género, a parte de para dar miedo, está entre nosotros para esconder los más inesperados mensajes. Y éstos, en ocasiones, pueden ser más terroríficos que cualquier criatura nocturna que se alimente de nuestra sangre.
Lo mejor: la excelente puesta en escena y su trío de protagonistas.
Lo peor: puede resultar demasiado intensa en su falta de -perdón- luz.
Por Carlos Marín.