Crítica de "Última Noche en el Soho", un misterio alucinógeno dirigido por un maestro que vuela a terrenos inimaginables
Por Redacción
Publicado el 14/10/2021
La nueva película - y probablemente la mejor - de su director Edgar Wright
Es imposible no sentirse embrujado (no fascinado, no, embrujado) por los locos años sesenta en Londres de Última noche en el Soho (Edgar Wright, 2021). Luces de neón, música alucinante y vestidos de encanto para una época y un lugar claramente irreal, nostálgico, precioso y peligroso. La última película del realizador británico da un salto enorme en una carrera a la que jamás ha dado un brazo a torcer; ya sea en su trilogía comedias, su rom-com de videojuegos o en su película de acción y persecuciones, la cámara de Wright escribe con una caligrafía cada vez más fina y firme. Pero que nadie se asuste: un buen examen forense no dejará en duda de quien está bajo la cámara de esta impresionante película de suspense.
Thomasin McKenzie interpreta a Eloise, una estudiante de moda que viaja a Londres desde su Cornualles natal para cumplir su sueño. Pero lo que se encuentra es una ciudad hostil y unos compañeros (unos horribles pijos retratados a la perfección) con los que no comparte nada. Tras mudarse a una pequeña habitación en el Soho, la protagonista comenzará a tener unos intensos sueños en los que se vive la noche con Sandie (Anya Taylor-Joy), una aspirante a cantante. Poco a poco los sueños serán más presentes en su vida, atrapándola en una realidad más oscura de la que aparentaba al principio.
Como una Alicia a través del espejo -un elemento que, por cierto, está presente de una manera genial- o Dorothy en el mundo de Oz, la Eloise de McKenzie entra en un onírico mundo alternativo, donde la fotografía y el sonido explotan en comparación con el mundo “ordinario” presentado en los primeros minutos. Todo vibra en pantalla en una sucesión de planos y movimientos de cámara alucinantes, llenos de cortes invisibles e impresionantes puesta en escena. El primer baile de Taylor-Joy con Matt Smith se convierte en un menage-a-trois tan elegante e imposible que uno tiene que frotarse los ojos tras verlo (poco después de limpiarse las babas).
Wright vuelve a abusar de su ojo para el dinamismo y el corte, pero a un nivel de finura que nunca, jamás, escupe fuera del relato. E aquí la alquimia alucinante de la película: una trama que no tiene mucho que envidiar a los thrillers de sobremesa se convierte, como la protagonista al cerrar los ojos, en una abrumadora obra de arte y en una de las mejores películas del año. No solo gracias a la mirada de su director; la fotografía del coreano Chung-hoon Chung (habitual de Park Chan-Wook) desmonta el abuso del neón y lo revitaliza con geniales lienzos de luz. Suya es media la mitad de la atmósfera de la que se alimenta la película y la hace una experiencia hipnótica.
Otro de esos aciertos innegables es sus protagonistas. Thomasin McKenzie y Anya Taylor-Joy son, simple y llanamente, estrellas de cine. Su dúo interpretativo, que se basa en los contrastes de inocencia-perversión de sus personajes, funcionan como motor de prácticamente todas las escenas. Está todo en los ojos, que diría la Mia Farrow de ‘La semilla del diablo’, un concepto que las actrices acogen a la perfección. McKenzie sabe transmitir la ternura y la inocencia de su personaje sin caer en la potencial parodia de “mujer en peligro”, con una fragilidad alucinante -esa voz tras las peores pesadillas…- y Taylor-Joy tiene un absoluto control de su cuerpo y el escenario que cuesta parpadear cuando aparece en pantalla.
No sabría decir si es la mejor película de su director, pero sí puedo asegurar que ‘Última noche en el Soho’ es una película alucinante, un misterio alucinógeno dirigido por un maestro que vuela a terrenos inimaginables. Un segundo paso de gigante (el anterior se llamaba ‘Baby Driver’) para desmarcarse de un estilo que revolucionó todo en su ópera prima y que, hoy en día, sigue copiado a la saciedad en cualquier comedia de terror. Pero su responsable, como los buenos genios, ya está años por delante. Quien sabrá el nivel que alcance cuando otros, no mediocres pero sí más ordinarios, asalten sus noches en el Londres imaginario. Sea donde sea, seguirá a inalcanzables años luz de ventaja.
Por Carlos Marín.
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