Crítica de "La Trampa", Shyamalan lleva a Hitchcock y un asesino a un concierto de pop adolescente que acaba desafinando
Por Redacción
Publicado el 09/08/2024
El nuevo trabajo del realizador de "El Sexto Sentido" que llega este fin de semana a los cines
Es difícil hablar de ‘La trampa’ sin desvelar algunos, muchos, de sus secretos, lo cual no significa que no saber estos antes de ver la película vaya a mejorar o empeorar demasiado la experiencia que propone su legendario director, el ínclito M. Night Shyamalan, otrora sinónimo de prestigio, hoy artesano del blockbuster de saldo, una antorcha en la noche de las grandes superproducciones de acción y superhéroes, en las que propone idea originales, adaptaciones de pequeñas novelas y cómics para retornar al tipo de thriller fantástico, o no, que se hacía en la época en la que fue el rey de las pantallas.
Con este nuevo trabajo asegura haber propuesto ‘El silencio de los corderos’ en un espectáculo de Taylor Swift, con lo que su premisa sigue a un asesino en serie que acude a un concierto multitudinario con su hija en el que la policía le tiende una trampa. Un punto de partida genial que se rodó gracias a un acuerdo provisional durante la huelga de la SAG-AFTRA, ya que Shyamalan financia independientemente sus propias películas, y quizá por eso su montaña rusa de ideas y vuelcos de guion haya conseguido salir adelante, porque probablemente ningún productor en sus cabales dejaría que una idea tan jugosa acabe derrapando de la forma en la que esta lo hace.
Durante la mayor parte de ‘La trampa’, parece que, como anunciaban algunas primeras impresiones, el Shyamalan de la vieja escuela hubiera reaparecido. Probablemente este sea su mayor presupuesto en más de una década y se deja notar en cada plano de la primera a la última secuencia, no solo por estar rodada en 35 mm, sino por su puesta en escena, depurada como en sus mejores tiempos. Esto hace que durante un buen tramo de la película, en la que seguimos al Cooper Adams de Josh Hartnett acompañando a su hija adolescente, Riley, dentro del caos de un concierto de música pop moderno, pensemos que quizá estemos ante la mejor película del director desde "El Bosque".
No es un spoiler saber que Cooper se revela como un asesino en serie conocido como "el Carnicero" y debe sortear un bloqueo policial en el concierto, lo que suena a una vuelta de tuerca a la mítica escena de la ópera en ‘El hombre que sabía demasiado’ a priori extendida durante dos horas. Sí, la duración de la película es de dos horas. Tiempo suficiente para crear planes, deshacerlos, improvisar y encontrar una salida con todos los toques de suspense perversos que tiene el librillo de instrucciones de Alfred Hitchcock, y en buena parte el director alcanza esta ambición al alcance de unos pocos, lo suficiente como para que ‘La trampa’ encuentre una legión de defensores de su cine que no vieron nada raro a ‘El incidente’, ‘La joven del agua’ o ‘La cabaña del fin del mundo’.
Sin embargo, cuando la película está alcanzado su punto de despegue de verdad, con muchas vías abiertas, engranajes preparados, ideas dispuestas, el ritmo en tercera marcha, y la idea de que el maestro de ‘El sexto sentido’ y ‘Señales’ ha vuelto de verdad, todo se desploma, nada de lo construido realmente tenía relevancia, no recoge las pelotas lanzadas, todas las decisiones empiezan a parecer ridículas, arbitrarias y enfocadas a que Saleka Shyamalan tome un protagonismo absurdo, la cosa se desmadra y vuelve el Shyamalan adicto a los giros, el yonqui de la exposición verbalizada, de los personajes tan mal escritos que parece que se base en alienígenas y no en seres humanos, entrando en la comedia involuntaria en la que cada vuelta de tuerca es más ridícula que la anterior.
Ecos al De Palma de ‘Snake Eyes’ o ‘El nombre de Caín’ se pasan por el escenario para intentar rescatar el despropósito, que se puede justificar y disfrutar, sí, como una fiesta absurda del “todo vale”, con un nuevo reto implausible tras otro a la suspensión de la incredulidad. No faltarán los que se apunten a esa verbena de la risa y excusen todo bajo una intencionalidad del viejo zorro con sentido del humor absurdo que ya nos han contado otras veces. Desde luego es más disfrutable que muchas otras que tenían los mismos garabatos con un rictus de solemnidad sin el inofensivo afán de cachondeo que sí alberga esta ‘La trampa’, otra cosa es la excusa emocional sobre la que se apoya la impostura.
Quizá sin ningún tipo de atadura formal la obra se podría disfrutar sin prejuicios ni exigencias que no se corresponden a la realidad. Después de todo, pensar que esta iba a ser una vuelta los básicos, a la síntesis de elementos para lograr un mecanismo de tonos clásicos es una concepción que puede formarse en la cabeza del espectador, lo que no es culpa de la película en sí misma. Pero lo que es más difícil es aceptar que “realmente” todo va de la relación de un padre y su hija, porque, pese a que la interpretación de Ariel Donoghue es sensacional, el conflicto fraternal se acaba reduciendo a un redundante Harnett moviendo la cadera y señalando al escenario para acompañar a su hija con la otra mano en su hombro. A la hora de la verdad, cuando la trama explota realmente, esa idea de relación pasa a cuarto plano y el nepotismo del proyecto se hace vergonzosamente palpable.
Por momentos, pasamos de un clínico thriller que podría ser un capítulo de final de temporada de ‘Dexter’ a un especial de Hanna Montana de Disney Channel. Lo peor es que no solo cambia el concepto, sino que hasta la forma de dirigir de Shyamalan pasa a ser más pobre y limitada, a centrarse en primeros planos, localizaciones más básicas, punto de vista del objetivo más estático y barato. Dan igual los despropósitos del argumento, los cien atajos irreales, el bochorno de algunas líneas de guion y párrafos de explicaciones a posteriori que no hacían falta, el único pecado imperdonable es traicionar la esencia de la película, esa relación fraternal que Shyamalan parece haber querido reflejar de alguna manera, pero ha acabado convirtiendo en un vehículo para la hija a la que no ha podido producir una película como directora, una, por cierto, más sencilla y digna que esta, a pesar de arrastrar los mismos problemas de familia en la depuración de sus libretos.
Lo mejor: Su humor negro voluntario
Lo peor: Su humor involuntario
Por Jorge Loser.
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