Crítica de "ASH". Ya disponible en Prime Video
Por Redacción
Publicado el 24/04/2025
La cinta de terror espacial dirigida por Flying Lotus ha llegado a la plataforma
Ash, dirigida por Flying Lotusha llegado a Prime Video sin pasar por cines como un cóctel turbador de ciencia ficción, body horror y provocación estética. El músico y cineasta, conocido por sus incursiones en lo experimental —véase Kuso—, vuelve a zambullirse en lo grotesco para construir una historia que, esta vez, coquetea con lo cósmico y lo carnal desde una superficie aislada y hostil, donde la percepción y la biología empiezan a traicionar a sus protagonistas.
La premisa, sencilla en apariencia, esconde múltiples capas de perversión: un descubrimiento misterioso en una base lunar activa una sucesión de eventos que reconfigura las identidades y prioridades de sus habitantes. La protagonista (Naomi, interpretada por Eiza González) se ve enfrentada no solo al horror exterior, sino al horror de saberse transformada. Lo que podría haber sido otro derivado de thriller espacial, se convierte en una pesadilla estilizada en la que la biología y la moral se entrelazan hasta no distinguirse.
Lo más inquietante no es tanto el qué sucede, sino el modo en que se nos obliga a contemplarlo. Como si Cronenberg hubiera diseñado un episodio de Love, Death + Robots con una mano en la consola de sintetizadores y la otra en el cuerpo humano, Ash convierte la exploración del espacio en un descenso a lo íntimamente ajeno. Ellison no esconde su interés por la imagen aberrante ni su preferencia por el ritmo desacompasado, casi febril, que obliga al espectador a entrar en un trance de repulsión hipnótica.
La narrativa —descompuesta, onírica, obsesiva— se apoya en un diseño de producción tan pulido como sucio. El contraste entre los interiores estériles de la base espacial y los elementos orgánicos que progresivamente la contaminan genera una sensación de impureza insidiosa. En ese territorio de lo contaminado, la música —compuesta por el propio Flying Lotus— se despliega no como acompañamiento, sino como otro personaje invasivo, siempre alerta, siempre acechando.
La fotografía de Lasse Frank hilvana escenas de aliento Tarkovskiano con brotes lisérgicos que remiten al universo visual de Giger y el surrealismo violento de Jodorowsky. Todo el conjunto apunta a una experiencia sensorial más que narrativa. Las actuaciones —especialmente la de González, que aquí rompe con su imagen habitual— se suman a ese tránsito sensorial desde el desconcierto hasta la fusión.
Es en su segunda mitad donde Ash toma definitivamente partido por el delirio. La línea que separa el cuerpo del entorno se desdibuja, y con ello, el propio argumento se licúa en una sucesión de imágenes que podrían ser sueños húmedos de un biotecnólogo psicodélico. Si en Kuso ya veíamos una intención de colisión entre el asco y la belleza, aquí Ellison persigue una versión más refinada de ese mismo gesto, menos grotesca pero no por ello menos incómoda.
Hay ecos también de Under the Skin y Possessor, pero el sello autoral de Flying Lotus es inconfundible: lo suyo es la fractura, la piel abierta, el zumbido constante de algo que no debería estar ahí. En ese sentido, Ash es más una instalación artística que una película convencional. Su trama importa lo justo; lo que cuenta es la sensación de invasión, de mutación inevitable.
Ash es, en última instancia, una parábola enfermiza sobre la identidad, el deseo y la disolución del yo en lo alienígena. Una obra difícil, incómoda y profundamente física. Como el lunar más oscuro en la piel del cine contemporáneo.
LO MEJOR: Su compromiso sin concesiones con una estética y una atmósfera propias, el uso del sonido como ente narrativo, y una Eiza González absolutamente entregada al desgarro corporal y emocional.
LO PEOR: Para algunos, la disolución narrativa y el exceso formal pueden resultar alienantes, incluso agotadores; no es una película para todos los públicos, ni lo pretende.
Por Roberto Martín.
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