A menudo se encuentra el argumento recurrente de que el cine de terror es, como tal, un género en sí mismo, una presencia en la cartelera, un grupo de películas perfectamente etiquetables y comercializables. Y efectivamente, parece que para muchos espectadores y críticos es necesario que el cine de terror se autoregenere dentro de su misma piscina reutilizada y dentro de ese caldo logre encontrar sus vías de expresión. De este prejuicio que pretende acotar y limitar proviene una odiosa etiqueta que, en algunos sectores de análisis cinematográfico, se ha venido a llamando “terror elevado” para denominar a cierto tipo de películas de corte más bien independiente como Babadook, La Bruja, In Fabric y un largo etcétera que empiezan a utilizar el terror como vehículo de supuestas aspiraciones por encima de ese género. Puede que el hombre de paja más ofensivo para toda esa sección de opinión sea la magistral Hereditary, una película que supo recoger la proyección del cine independiente para remover en referentes, más utilizados o no, y ofrecer una compleja historia de posesiones que funcionaba tanto en el lado dramático como en el del horror más puro.
Su director, Ari Aster, está en el punto de mira desde aquel momento y con Midsommar ha vuelto a desatar iras y pasiones, pese a que su estreno pertenezca más a la rama de grandes estrenos de terror del año que no al circuito de festivales que se suele asociar a estas películas de género con cierta coartada intelectual. El escepticismo frente a estos proyectos es natural, pero lo cierto es que, si bien el slasher, las películas de monstruos, fantasmas o zombies son fácilmente etiquetables, no significa que establezcan unos patrones inamovibles en los que cada autor deba o pretenda encauzarse. Cuando se habla de este tipo de cine se olvida que muchos de esas dinámicas pertenecen a la segunda mitad del siglo XX y que no son, ni mucho menos, lo que definen a un género que, sorpresa, no es tal, sino, como bien define John Carpenter, es una reacción. Una herramienta y algo que a veces no es elegido por los creadores sino definido en su cabeza por el receptor. Por ello, a veces es difícil hacer ver que Dreyer, Robert Altman, Bergman e incluso Tarkovski, no se planteaban etiquetas cuando hacían algunas de sus películas más complejas, contemplativas y aterradoras.
El terror psicológico, además, siempre ha estado muy relacionado con el sobrenatural y en películas tan espeluznantes y gélidas como Círculo de la muerte (1977) podemos leer casos no muy diferentes a Hereditary, en los que el drama servía como recipiente para el horror y no al revés. Cine de atmósferas, de herencia literaria tradicional que siempre ha tenido en cuenta temas más allá del artefacto del miedo. De esta amplitud de miras surgió El hombre de mimbre (1973), que supo escaparse de las constricciones góticas que aún trataba de replicar la Hammer y se posicionó como un clásico en la sombra hasta que ha empezado a ser reconocido y replicado. Por ello, ahora que Aster ha elegido el llamado Folk Horror (cine de horror con bases de cultos paganos y/o no relacionados con tradición judeocristiana) como recipiente para su nueva e inclasificable película, resulta imposible no encajarla en dicha tradición, aunque al mismo tiempo tenga, de nuevo, una base sobre la caducidad de ciertos modelos de relación humana tradicionales bajo determinadas estructuras sociales.
Si Hereditary daba una visión deprimente sobre la muerte del concepto de familia bajo el yugo de la enfermedad mental hereditaria, en Midsommar ofrece la misma visión nihilista de las relaciones románticas bajo el trauma y la ansiedad. Hay una gran cantidad de nexos temáticos entre ambas cintas y en la forma en la que utiliza el horror como forma de alienar a sus personajes y, con ellos, al público, que en esta ocasión va un pequeño paso por delante de los protagonistas. El problema de la cinta puede ser que sabemos perfectamente lo que les va a acabar pasando por su típica estructura de película de terror de jóvenes acercándose a un lugar idílico, a priori sin problemas, pero que acaba siendo más peligroso de lo que parece. Un clásico que fluye desde La matanza de Texas a Turistas, pasando por o Hostel. Fuera de cualquier otra coartada, la cinta no deja de seguir ese modelo conscientemente, pero claro, en la agenda de Aster no está crear un body count más o menos creativo, sino aplicar su cinefilia para construir un viaje a las tinieblas conradiano, tan salvaje como visualmente memorable. ’Midsommar’ puede ser, fácilmente, la película más hermosa de 2019, pero también la más cafre y desagradable en su manera de presentar su terror corporal.
Es tal el contraste, que en el desarrollo del viaje de este grupo de amigos a una comunidad sueca perdida, hay un componente creciente de humor negro, de risa nerviosa, en lo que vemos como una secuencia de tradiciones, a cada cual más loca y extravagante, pero que encuentra en el choque cultural una sardónica tortura misántropa que nos produce una hilaridad totalmente perversa. Sin embargo, Aster no juega con el sentido del humor de forma muy distinta a como lo solía hacer Tobe Hooper y no descuida el efecto de sus imágenes más macabras. Como un teatro siniestro acotado por sus limitaciones autoimpuestas, al estilo de un Dogville (2003) salido de madre o un El Bosque (2004) de pesadilla, Midsommar aprovecha su emplazamiento para variar ciertos elementos estructurales de la localización y reubicar cada nueva fase, cada día más extraña, a base de diseño de producción. Todo lo que vemos y oímos tiene un efecto desnaturalizante. Desde las canciones que se cantan sin motivo aparente, los bailes en segundo o tercer plano a los cíclicos llantos de bebé nocturnos, todo está colocado de forma estratégica para taladrar la fina capa de la cordura de algunos personajes, y del espectador.
Es probable que Aster decida abandonar el terror por un tiempo, pero con momentos como el que abre antes de los créditos, en el que es capaz de convertir un suceso sin nada sobrenatural ni elementos externos de amenaza en la secuencia más perturbadora, traumática y grotesca del año, no es descabellado hablar de un maestro del género que, con solo dos películas ha creado una dupla arrolladora de profunda personalidad y valor de revisionado. Puede que Midsommar esté por debajo de Hereditary, en cuanto a que se centra, expande y recicla alguno de los hallazgos de aquella sin su medido juego de expectativas, sorpresas y enigmas, pero funciona como un complemento luminoso de aquella, que representaba al lado gótico, oscuro y fantástico del género. En esta también vemos pesadillas, momentos lisérgicos y oníricos, pero está más centrada en horrores terrenales funcionando como un complemento y otra cara de la moneda en forma de cuento de hadas adulto, oscuro y moderno, que convierte el proceso de una ruptura sentimental en un auténtico ritual iconoclasta, degenerado y mordaz.