El boom del cine de terror español propulsado por filmax hace ya más de una década ha tenido repercusiones importantes en la aceptación de la península ibérica como un lugar propio para contar historias que se mueven hacia el género sin ningún tipo de disculpa, aunque quizá, el cariz fantástico ha sido sustituido por el thriller puro en muchas de sus acepciones. Sin embargo, de cuando en cuando se ven propuestas que tratan de acercar a España las tendencias del terror internacional, creando obras tan personales e importantes como Verónica (2017). Aquella, convertía el estilo de los films de James Wan o Mike Flanagan en un cine de iniciación fantástico oscuro, casi una fábula sobre la adolescencia en los barrios obreros de un Madrid de los 90 que no muestra signos de cambio en barrios como Vallecas.
Ahora, Malasaña 32 nos lleva al centro de la capital en la época de los 70, mucho tiempo antes de que el barrio se hubiera convertido en la zona gentrificada que es hoy. Está dirigida por Albert Pintó, cocreador de la interesante Matar a Dios junto a Caye Casas, que aquí no hace tándem con su compañero. En su nueva obra, Pintó renuncia a la personalidad de su ópera prima para ofrecer un competente producto de terror sobrenatural según la estela de Insidious—especialmente de su tercera entrega—, las Expediente Warren —por favor, en algún momento hay que dejar de imitar la escena del reflejo del televisor de la segunda parte—, y la propia Verónica, que pese a estar ambientada en otra época, cede aquí a su adolescente morena con hermano menor con gafitas, música vintage y nostalgia televisiva entre otros detalles. La diferencia con el film de Paco Plaza es que no pretende ir mucho más allá de la imitación sin complicaciones, con una historia de fantasmas clásica, que no tendría mayor problema si no se hubiera hecho tantas veces durante estos años, y resultaría incluso notable.
El problema con este tipo de adaptaciones de esa tendencia de horror sobrenatural es que sigue un patrón que va a llegar ya a los 13 años desde Paranormal Activity, por poner un ejemplo, y exige una renovación que en la segunda película de Albert Pintó, no solo no llega, sino que se acomoda en los clichés más recurrentes. Sustos de volumen excesivos, movimiento de cámara a lo cucú tras, juego de encender y apagar la lámpara de la habitación a lo Nunca apagues la luz y para rematar, una niña Medeiros vestida de Mamá de Andy Muschietti, con el físico inconfundible de Javier Botet, que, eso sí, aquí también tiene un pequeño papel de agente inmobiliario. El gran lastre de Malasaña 32, es que la mayoría de lo que presenta ya está muy digerido y explotado, por lo que nunca se va la sensación de déjà vu, a lo que no ayuda un diseño de sonido estridente y muy poco seguro de las capacidades secuenciales que ofrece la película, que pese a estar marcadas como un fajo de billetes robado, son de un empaque visual muy potente.
Gracias a la gran fotografía de Daniel Sosa Segura, sólida y con claroscuros elegantes, y una dirección artística que consigue ambientar perfectamente la época para dotarla de aires góticos, la obra se eleva sobre el producto típico de terror reciente de Netflix, que suelen tener el mismo patrón de adaptar estas películas a las idiosincrasias de Indonesia, Turquía y otros países en donde se producen estas variaciones como churros. Pintó sabe manejar la tensión y la cámara y consigue una buena calidad en ciertos sustos y momentos de suspense que, desafortunadamente, no se atreve a concretar de maneras más sutiles. Esto no significa que no funcione lo que ofrece, y como versión hispana de los filmes comentados está lograda de forma impecable, dando un cariz político a ciertas motivaciones que conectan muy bien con el relato de fantasmas turbio y dramático en el que la España cerrada y con olor a mohín tiene un papel importante.
Malasaña 32 funciona mejor cuando trata de parecerse a películas más pequeñas y personales como Musarañas. Entre susto y susto deja respirar su tradición costumbrista y el Madrid de los 70 se cuela en detalles como las peonzas, los Galerías preciados y las dificultades económicas de la clase obrera. Realmente hay un drama rural de transición que resulta creíble y se mueve hacia la tragedia con apellidos familiares que tiene una coherencia temática con el subtexto que siempre esconden las películas de fantasmas en busca de justicia. Y es en este terreno en donde afloran los mejores momentos del film, con una estupenda set piece que convierte el Veo Veo y la marioneta de La tía Cleta de Un globo, dos globos, tres globos en nuestro Candle Cove.
O el arma secreta de la película, una imponente Concha Velasco como Lyn Shaye hispana, con una hija con parálisis que componen la presencia más siniestra, potente y efectiva de la historia. Qué gran reinvención de una actriz mítica, capaz de transmitir muchísimo más con su mirada que un súbito golpe de cuerdas de violín. España se ha perdido una gran Scream Queen con ella. Puede que este descubrimiento sea el que consiga hacer el conjunto mejor que la suma de sus partes, pero lo cierto es que pese a estar dirigida a un público amplio y no busca complicarse en el terreno del terror, Malasaña 32 es un adecuado relato de casa encantada netamente español y el hecho de que se apueste por el horror sobrenatural patrio es motivo de celebración, especialmente cuando el resultado es un producto sólido y eficiente que no tiene nada que envidiar a muchos de los spin offs del universo Conjuring.