Crítica de "Dune", la adaptación de la obra de Frank Herbert dirigida por Denis Villeneuve

Por Redacción Publicado el 07/09/2021

El realizador de "La Llegada" y "Blade Runner 2049" se atreve con una de las novelas scifi más importantes de la historia

“El misterio de la vida no es un problema que resolver, si no una realidad que experimentar”. Las insondables dunas de Arrakis y los sueños premonitorios de Paul Atreides comparten, en su inmensidad, esta cita que hacen de la nueva Dune (Denis Villeneuve, 2021) cita obligada a esas salas de cine que algunos se empeñan en matar: un ejercicio de autor total, apenas atado por unos ejecutivos que han dejado al cineasta canadiense trasladar la obra de Frank Herbert en una (media) película a caballo entre el cine de David Lean, la ciencia-ficción más “hard” y la épica fantástica del viaje del héroe. Una experiencia que vivir frente a una pantalla que ocupe toda la mirada y al ritmo de un diseño de sonido (y una banda sonora) afinada con atención para viajar a sus mundos de gusanos gigantes, familias reales y profecías bíblicas.

El heredero de la casa Atreides lleva tiempo soñando con los Fremen, nativos del desértico planeta Arrakis. Parecen esperarle, llamarle en un futuro próximo, esperando a su profeta. El destino se manifiesta pronto cuando el Emperador ofrece el dominio del planeta, única fuente de una especia alucinógena que mueve la economía de toda la galaxia, a la familia Atreides. Mientras, la casa Harkonnen, antiguos explotadores de Arrakis, confabulan en la sombra cómo recuperar el poder que les ha sido arrebatado. Parece complicado, pero sorpresa: lejos de la compleja política que algunos acusan a la obra original, el traslado a experiencia cinematográfica de Villeneuve esboza bien su trama, consciente de que de eso depende la entrada de nuevos espectadores al universo de Herbert.

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He aquí la clave de esta adaptación: tan responsable con el espectador, como arriesgada en sus maneras de retenerlo. Que nadie se espere tener un manual a mano como el de aquellos primeros episodios de Juego de Tronos; la entrada a las dunas de Arrakis es tan orgánica como los paseos por la Tierra Media de Peter Jackson. Enseguida estamos al tanto de las tramas y subtramas de traiciones, sin más sorpresas de las que los propios personajes manifiestan continuamente. Simplificado ese paso, Dune entra en terreno “hardcore” tan pronto como decide que la empatía con sus personajes se acaba allá donde la cámara puede brillar. Un reparto espectacular al servicio de un grupo de personajes cerrado, militar, sin ápice de romanticismo o humanidad. Es seca, intensa, casi paródica si no fuera por ese extraño embrujo que crea su aura de “bigger than life”. No se equivocan los que invocan a Lawrence de Arabia (David Lean, 1962) como gran referencia: no se termina en los increíbles planos desérticos si no en una cámara objetiva al extremo, incapaz de traspasar los misterios que pasan dentro de unos personajes más bíblicos que heroicos.

Y es en su inmensidad donde Dune lo consigue todo: en un empaque visual vibrante, gigantesco, arrollador. Uno pierde el número de veces que la mirada se pierde en auténticos lienzos de ciencia-ficción, como ilustraciones dobles de un preciado volumen de ilustres dibujantes de género. El trabajo de su realizador con el director de fotografía (Greig Fraser, en sustitución del habitual Roger Deakins) es excelente, cuidado, pornográfico. La única puñalada que se clava inevitablemente en el corazón es el uso de la cámara en las peleas cuerpo a cuerpo, torpemente montadas e impropias de un mundo post-John Wick. Chocan con la pluma estilográfica con la que parece está dibujada el resto de la película y uno no puede más que pensar que son consecuencia de la clasificación por edades de la película, que ha obligado a reducir al máximo la sangre o decapitaciones que imaginamos pasan cada vez que la cámara mira hacia otro lado. Algo incomprensible en una película de corte adulto y con una violencia interna tan patente en todo momento.

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Única decisión extraña en un conjunto épico, de unas exageradas dos horas y tres cuartos que se pasan con menos hastío del que parecería al leer el minutaje y que acaban, como un suspiro, con un simple “esto es solo el principio”. Porque antes de que uno quiera entenderlo Dune – Parte Uno (que así avisan al principio) corta justamente en su mitad, sin clímax dramático ni cierre satisfactorio. Un coitus interruptus que, al contrario de lo que uno pensaría, deja a su audiencia de continuar ansiosos con una apuesta tan loca, tan exagerada e imposible, que a nadie extrañaría no se materializara jamás en una “Parte Dos”. Ojalá estemos todos equivocados; Arrakis merece ver a su elegido surgir entre las dunas y el poder del desierto.

Por Carlos J.Marín

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